domingo, 17 de mayo de 2009

El hombre que tenía el viernes adentro...

El cielo tenía ese mismo color amarillento grisáseo depresivo...El aire era caliente, humedo y desesperante. El Lunes por la mañana se metía por mis poros, por mi nariz, por mis oídos, por mi cabeza. En el bus pedí ventanilla. La abrí con dificultad (como siempre), y miraba los rostros de la gente. Una señora de estatura baja y avanzada edad, cruza la Calle San Juan con su perro French Poodle; posteriormente veo que el animal alcanza a dejar su cuota al mundo, en medio de la acera. Ella no sonríe. Más adelante veo a un guarda de transito intentando controlar el típico caos de una glorieta. Tampoco sonríe. Es más, su malacara llama la atención. Seguramente no pudo cazar suficientes fugitivos con pico y placa. La mañana continuaba y la situación iba de mal en peor. El calor aumentaba. Por más que buscaba, no pude encontrar ninguna sonrisa en ninguna cara. Hasta que un hombre de más o menos 30 años, vestido con un delantal de dacrón azul, me regaló una sonrisa amplia, tranquila, como si hoy fuera un viernes soleado con festivo incluido. No pude evitar imitarlo y de repente el lunes no fue tan lunes. Talvez deberíamos guardar un poco la sonrisa del fin de semana, y gastarla el lunes por la mañana.. De pronto así no es tan fatídico, comenzar la semana

domingo, 3 de mayo de 2009

CUANDO EL RÍO SUENA

Lo vi en la mañana desde el puente del metro que une la estación Suramericana con la estación Cisneros. Hoy corría de un color verde navidad. Cosa extraña para un río que más que un río parece una alcantarilla al aire libre. “Mira mamá que nota, el río está verde”, dice el niño que está sentado al lado mío en el metro. Lo que para el pequeño es un espectáculo bonito y sorprendente, a mi me causa una punzada de tristeza, imaginándome qué clase de químicos causarían este efecto y cuantas pequeñas quebradas tendrán que mezclarse con semejante pútrido coctel. Pensé en el Alto de San Miguel y en el agua pura y viva que debe emanar de allí. Pensé que al río lo intoxicaban en Caldas, lo veíamos morir en La estrella, y ya a la altura de Sabaneta, Itagüí, Envigado y Medellín, era un putrefacto cadáver con el que nos acostumbramos a vivir. Por la noche lo volví a ver y corría paralelo al Metro entre las estaciones Industriales y Poblado. Ahora era un río café oscuro, probablemente frío como buen muerto. Que singular paradoja cuando en diciembre, el funeral lo llenamos de colores y lo volvemos fiesta. Y para colmo, invitamos al resto del mundo.